Aquí os dejo un texto que he escrito sobre una magnífica pintura de la artista visual Sandra De Jaume, perteneciente a su nueva colección, expuesta en la I Bienal Internacional de Arte Contemporáneo Independiente, que se celebra en Palma de Mallorca del 25 al 30 de septiembre, 2018.
Trampantojo o realidad: comentarios a una escena de resurrección
“Renacer en el museo”, obra de Sandra De Jaume.
Christian T. Arjona
Se abre el telón de una obra de arte: es un espacio pictórico – la sala de un museo -, un escenario cuyos elementos nos invitan a dirigir la atención recorriendo el siguiente itinerario.
En primer término, en la mitad izquierda del cuadro, una figura femenina nos mira con expresión a la vez esforzada, interpelante, rogadora. Está incorporando un grávido cuerpo masculino, exhausto, inconsciente, aletargado. Lo sujeta por debajo de los brazos muertos, enarcando su espalda por el peso exangüe que sostiene, en posición semejante a los personajes que abrazan el cuerpo de Cristo en las escenas del Descendimiento de la Cruz de pintores clásicos como Roger van der Weyden, Rubens o Caravaggio.
El foco de luz proveniente de la derecha ilumina y realza estas dos figuras y el damero de baldosas blancas y rojas del suelo. La luz hace resplandecer y miniar las ondas anaranjadas del cabello, la piel del rostro y el torso de la figura femenina, así como su vestido negro con ribetes blancos. Y también el semblante dormido, en trance, sonámbulo en ignoradas regiones, de la figura masculina, que viste asimismo negro ropaje, entre monacal y nipón, anudado con el humilde cíngulo de una fina cuerda. Sus brazos, manos y piernas yertas exhiben, vistas de cerca, las livideces de las venas; y en las plantas de sus pies descalzos se distinguen sus sutiles carnaciones.
Esta luz angular deja en tenebrista claroscuro el fondo y la mitad derecha del cuadro. En el punto de mayor profundidad, en la penumbra, una esquina marca las dos paredes de la sala en que se sitúa la escena: una negra y otra siena tostado. Y en cada uno de los tabiques, suspendidos, dos misteriosos “agujeros negros”: el espacio insondable que se abre en el interior de dos oscuros marcos, con orla dorada. Los cuadros vacíos, huérfanos de figuras, de los que han emergido las dos figuras, renacientes.
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Hasta aquí la descripción de los objetos que integran la obra, su composición y sus gestos.
Mas, ¿qué sentidos, qué relatos, qué conceptos, qué preguntas abre esta magnífica pintura de Sandra De Jaume? Su título, “Renacer en el museo”, como discreto frontispicio, nos orienta en su interpretación, sin que queramos dar, en ningún caso, una visión cerrada ni una explicación exhaustiva.
A nuestro entender, es esta una obra barroca, meta-pictórica, que nos plantea interrogantes sobre diversas cuestiones: ¿Dónde empieza y dónde termina la realidad? ¿Cuál es la frontera entre el mundo de lo representado y el llamado “mundo real”, supuestamente más sólido que el ficticio? ¿De qué profundo letargo despiertan las figuras? ¿De qué muerte quieta, acrílica, aprisionada, renacen?
Y, por otro lado, ¿qué significados esconde y añade el hecho de que la figura femenina sea a la vez un fiel autorretrato de la pintora? Su expresión desasosegada y emotiva, mirándonos a los ojos, nos recuerda a los vívidos autorretratos de Van Gogh, Rembrandt o de “El Desesperado” de Gustave Courbet. Y el porte y vestimenta de sus personajes, así como su estética entre mítica y romántica, nos trae ecos de algunas mujeres pintadas por los pre-rafaelitas John Everett Millais – autor de una célebre “Ofelia” – o Dante Gabriel Rossetti, entre otros.
Si tomamos como un posible precedente el cuadro de Pere Borrell del Caso (1835 – 1910) titulado “Huyendo de la crítica” - en el que un muchacho de ropas pobres observa asombrado el exterior del cuadro, emergiendo de su marco en audaz escorzo y tromp l’oleil - se podría decir que en esta obra de Sandra De Jaume, la huida del cuadro está siendo completada en forma de renacimiento: las dos figuras han dejado el marco atrás, y lo que emerge de él ya no son solo las manos y los pies de las figuras, sino los cuerpos enteros, más el espacio mismo en el que la cárcel de su marco y su barniz les tenía atrapados: la sala del museo, sus tres dimensiones.
“Renacer en el museo” es, en su totalidad, un profundo trampantojo casi holográfico que, con su vitalidad y su pathos, deshace también su propio marco, invitándonos a adentrarnos en la escena, en su aire quieto, con aquella atracción por la profundidad espacial que producen obras como “Las Meninas”, de Velázquez.
Así que hablar aquí de trampantojo no es referirse sólo a una técnica pictórica, sino a una lente muy especial – la mirada, el sentimiento y el pensar de su autora – que nos propone desafíos de tipo filosófico, poniendo en jaque la lógica convencional que pretende separar fríamente, racionalistamente, la realidad de la ficción, la objetividad de la imaginación. Por trampantojo, pues, entendemos un cambio de enfoque, un movimiento de placas ontológicas, un seísmo de las certidumbres existenciales: preguntas metafísicas que habíamos visto expresadas, por ejemplo, en ciertos cuadros de Magritte o de Dalí.
Sin embargo, mientras admiramos esta obra, vamos poco a poco olvidando los posibles referentes, los mecanismos pictoriales, los corsés de las corrientes artísticas y de los ismos, y nos sentimos poco a poco abandonados a la contemplación, a la escucha, al silencio que, como un aura perceptible, rodea las figuras y ensancha el espacio de la escena...
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“- Ayudadme a realizar el milagro de esta resurrección: la del cuerpo pintado en cuerpo vivo, la de la luz soñada en luz sentida! - ”, parece pedirnos la mujer, con digno ruego. Y se diría que en su esfuerzo y en su súplica hay una invitación apasionada a que el espectador, a través de la atención de sus sentidos y sentires, sirva también de brazo para el descendimiento del cadáver y su inmediato resurgimiento.
Y tal es la fuerza e intensidad de su gesto – la calidad y cualidades de la obra – que uno se siente impelido a tirar también – como la comadrona en el parto – del cuerpo pintado – el arte, el espíritu, la imaginación – y ayudar a su alumbramiento, a su tránsito hacia esta “otra orilla” de la realidad, cerca de nuestra vida.
Si el contemplador, hermanado ya con la obra gracias a su receptividad, cierra el círculo de la resurrección, siente al fin en las figuras acrílicas los latidos de un corazón pulsante, el calor de los cuerpos animados, la vida renacida; y, mirando de reojo a su alrededor, a lo largo y ancho de la sala del museo, percibe también acaso, inversamente, los goterones de trementina y la ductilidad plástica de las siluetas y las paredes que, al entrar hace un buen rato, le habían parecido indiscutibles, perfectamente reales.