La revista cultural Turia ha publicado, en su número 112, mi reseña sobre el libro El corazón, la nada. Antología poética (1994 - 2014), de Eduardo Moga, de la editorial Amargord.
Para mí es una gran satisfacción haber colaborado con esta importante revista de poesía y, además, hacerlo en relación a uno de los más destacados poetas vivos en lengua española, un autor y amigo al que debo mucho y al que admiro como creador.
Transcribo aquí la mayor parte de la reseña para animaros a leer el libro, y, si os interesa, mi reseña completa.
Enlaces:
Ediciones Amargord
Revista Turia, num. 112
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EL CORAZÓN, LA NADA
Antología poética (1994 – 2014)
Eduardo Moga
Amargord Ediciones, Madrid, 2014.
Toda antología personal de un autor es el palimpsesto de sus
distintas etapas, de sus distintas voces. En ella vemos, sobreimpresos, los
acentos de cada estación vital. El
corazón, la nada. Antología poética
(1994-2014) de Eduardo Moga (Barcelona, 1962) resume el caudal de lúcidos versos
con los que, durante veinte años, este poeta visionario, traductor y crítico
literario, ha ido nutriendo los predios de la poesía española.
La vista aérea que nos brinda este
volumen permite discernir los varios afluentes y saltos de agua que con el paso
del tiempo ha ido generando el río de su escritura; muestra los mimbres de toda
su obra como las facetas de un diamante – cada una con su propia irisación –, como
islas de un archipiélago poético único. A esta panorámica contribuyen también
el prólogo de Jordi Doce y el epílogo del autor, que es a la vez una poética y
una mirada retrospectiva a su pasión de escribir, desde su juventud hasta el
presente. La antología recorre «la cordillera de los años, como un gigante que extendiera
los brazos a través de las décadas y sostuviese la monstruosa parábola del
tiempo», citando una imagen de Insumisión
(2013).
(…)
Esta antología, pues, muestra cómo a lo
largo de su trayectoria creativa el autor ha buscado, en sus propias palabras,
«una forma poética que ahincara lo lírico a lo inmediato (...) perseguir lo
poético en lo no-poético (...) que todo lo dicho fuera poesía (...) que nada
fuese ajeno a su eclosión y a su esperanza.» Y su publicación invita a subrayar
de nuevo que su poesía constituye una de las creaciones literarias más originales
e innovadoras de la lírica actual, fruto de su orfebrería y tensión
lingüística, la originalidad e imprevisibilidad de sus imágenes, la radicalidad
de sus motivos y el élan transgresivo
de sus propuestas poéticas.
Su escritura se distingue por la
atención microscópica a cada término, que se inserta en la página con el máximo
de carga de sentido que Ezra Pound atribuía a la buena literatura. Cada poema
es un artefacto diseñado para activarse en la sensibilidad del lector, un
«reloj de palabras». Esta concentración semántica que, como una semilla, se
abre a la multiplicación y a la complejidad, también halla su efecto innovador mediante
el uso de léxicos ajenos a la lírica, como los de la anatomía, la medicina o
las ciencias naturales. Así, en sus versos habitan, entre multitud de otros
objetos, como “purísimas amebas” de sentido: el granito y el cianuro, los
aerolitos y el hidrógeno, el páncreas y la pleura, el ozono y los ácaros, los
leucocitos y el sílex, los alcaloides y el plancton.
La poesía de Eduardo Moga, apóstata de
todos los demiurgos - y herética frente a los dogmas de lo convencional -
construye, paradójicamente, un singular mundo animista en el que todo palpita y
habla - la roca, la mesa, el zapato, el calendario, las sombras -, en el que
todo es verbo, tránsito, fluido: un panteísmo de las cosas, sin Dios.
Escritura viva y minuciosa en la
adjetivación inesperada, sugestiva - «sangre floral», «claveles impetuosos»; en
la incesante palpitación verbal - «Descifré
flores muertas, mastiqué el polvo del mar, uní fragmentos de agua, fabriqué el
silencio,...»; en la elaborada métrica que canaliza el alto voltaje de las
frases - «rizoma eléctrico» - y los sangrados que crean vacuolas de silencio por
las que el poema respira, como en Cuerpo
sin mí (2007); o en los signos de puntuación que vertebran la música de sus
versos y que, en la prosa poética, dictan un ritmo preciso y serpenteante, aluvial.
Sus imágenes, por su fuerza y su impulso
sostenido, trascienden los hallazgos visuales creados por los “ismos” que le
preceden: barroquismo, simbolismo, expresionismo, surrealismo. Mar adentro,
lejos ya de las tierras de sus predecesores (Perse, Paz, Whitman, Pessoa, Aleixandre,
Gamoneda y otros), el imaginismo de Eduardo Moga se profunda en las aguas de la
poesía visionaria, siguiendo el mandato rimbaldiano de que el poeta debe ser vidente, hacerse vidente: «Un protón
contiene el horizonte», «la melancolía muerde como una voluminosa flor», «el
cielo se esconde en mi estómago». Imágenes sinapsis, compuestos en los que
reaccionan, como elementos en el matraz, sustancias dispares.
La hibridación metafórica enciende la
llama de su poesía. Esa aproximación de lo distante puede darse, por ejemplo,
entre lo material y lo inmaterial, «átomos de sombra», «helio en el
pensamiento»; entre objetos de reinos alejados, «alud de ojos»; o entre verbos
y predicados insólitamente unidos, «comer tus sombras ... nadar en tu vientre».
Y alcanza su máxima potencia en el uso de dos figuras retóricas: la sinestesia,
que siembra sus libros de imágenes sensoriales – simultáneamente carnales, sonoras,
luminosas, líquidas, aromadas, sabrosas: «(...) Te oigo con los ojos /que te
huelen...», «clamor negro»; y el oxímoron, esas brillantes «contradicciones en
flor» que zarandean el lenguaje y lo vivifican, reordenando las palabras en
inéditas formaciones: «calma frenética», «turbulento silencio», «serena
tempestad».
En cuanto a su fondo, su poesía es
siempre interrogativa - incluso cuando no pregunta -, porque sus frases nunca ocluyen
el sentido, sino que abren ventanas a realidades nuevas o producen fisuras en
el lenguaje por las que se cuela la vida. Sus preguntas atraviesan el amor y la
soledad, las luces y las cavernas del sexo, el porqué o el sin porqué de la
vida, la confusión y multiplicación del yo, el ruido de la lima sorda del
tiempo, el vacío interior, la muerte sin adjetivos. El título de esta antología
condensa sus dos principales motivos:
La nada - La nada de saberse, en el hondón de los espejos, molde
vacío, oquedad, cráter del ser. «Tu materia lo es: nada. El cuerpo en tu nada,
la nada que late... » La nada de saberse erosión del tiempo, grieta del olvido,
caracola de vida que se ahueca, carne en vías de extinción. La muerte, esa
«rosa triste en el centro de la sangre», está presente en toda su obra como la
cicuta al alcance del estoico. Es la luz oscura que ilumina el otro lado de la
moneda: nuestro breve, aunque intenso, paso por la vida.
El corazón - El corazón y sus intermitencias, sus pulsiones y sus
abismos; los caminos del corazón por donde «fluye la linfa de la luz»; el
latido que se incorpora al tedio y al absurdo y reclama su reino fugaz, su irrenunciable
dosis de entusiasmo. El corazón, que como una mancha de sangre en la nieve,
rubrica en rojo su pálpito de vida entre dos nadas.
Christian
Tubau Arjona
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