Aprovechando la próxima publicación en este blog de mis Hipogramas, transcribo aquí un artículo que escribí sobre la génesis de la greguería ramoniana, que puede aplicarse también al modo de elaboración de los hipogramas…
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Las Greguerías
de Ramón Gómez de la Serna:
deconstrucción y recreación de la
realidad.
Christian T. Arjona
Ramón Gómez de la Serna describió sus greguerías como
“amibas de lo nuevo”. Y en efecto, las imágenes, sonoridades y asociaciones de
ideas que contienen las greguerías son, en gran medida, inéditas, raras, nunca
antes vistas. “La cabeza es la pecera de
las ideas”.
No es necesario explicar ni demostrar su singularidad
literaria, así que la pregunta que trato de responder en estas páginas es la
siguiente: ¿Cómo nacen las greguerías, estas criaturas literarias mixtas, estos
alegres simbiontes de constitución heterogénea, bifronte?
El carácter novedoso, fresco, original, les viene dado en gran
medida por su naturaleza compuesta: la mayor parte de las greguerías son entes
metafóricos (“metáfora + humor” según la ecuación ramoniana), seres
híbridos que amalgaman especies distintas, quimeras verbales que reúnen
especies hasta entonces distantes, mundos paralelos.
“El
rayo muestra la sutura craneana del cielo”
Para que se produzca esta
hibridación de realidades diferentes, al poeta le ha sido necesaria una
fragmentación previa, un esponjamiento de la realidad y del lenguaje que
desarticule los objetos hasta sus partículas elementales, hasta sus genes, o
que los desencaje, al modo del cubismo, en múltiples facetas o
particularidades.
Podríamos explicar la génesis de esta forma literaria
describiendo las dos fases de un proceso de alquimia poética que consiste,
primero, en una deconstrucción implícita o explícita de la realidad y de su
esquelatura ontológica; segundo, en una reordenación de los fragmentos formando
una composición nueva, inusual y sorprendente.
“Las
hormigas son los glóbulos rojos de la tierra”.
Ramón quería que sus greguerías “agujerearan”, “disolvieran” la
prosa de la realidad, rompiéndola, roturándola. Este es el primer movimiento de
la “de-construcción/re-creación” que
queremos desglosar.
Deconstrucción: Sobre la no-esencialidad
En su primera fase fragmentadora, a
menudo oculta bajo las palabras (cual raíces) o todavía en la mirada o el oído
del escritor (cual una flor abriéndose), la máquina poética de la greguería
funciona como un acelerador de partículas, un torbellino o ácido clorhídrico
que separa las moléculas de los nombres, que hace estallar los muros
arquitectónicos del significado. Batidora o coctelera metafísica que agita, al
modo de los sonajeros, las piedritas duras, consabidas, grávidas, de las
esencias de las cosas.
Y es aquí donde la escritura de
Ramón– y la cosmovisión que la nutre – coincide con la filosofía alígera,
volátil y porosa del budismo mahayana. El
pensador hindú Nãgãrjuna,
en sus 70 estrofas sobre la vacuidad,
defendía que la única constitución íntima de las cosas es su no-esencialidad,
su no-permanencia (“efimeridad” que diría Ramón), y su relatividad. Estos
mismos tres atributos negativos nos parecen el trípode filosófico que sostiene
la greguería.
Vacuidad. Este hueco en el seno de
las cosas, en su misma médula, es la que las convierte en imágenes reflejadas,
sombras chinas, rumor y figuras de bambalina. Carentes de esencia, de
significado original, los objetos se disgregan en sus accidentes, o en sus
“afectos”, en términos de Spinoza. Y como ahuecadas esponjas de Menger,
ilusiones de mãyã, las palabras también estallan, dispersando sus átomos de
sentido, sus acepciones adheridas. De ahí que en las greguerías el ciervo pueda
resumirse poéticamente en su cornamenta y que ésta pueda hermanarse, por
isomorfía, con las ramas ahorquilladas de los árboles y aún con las azules
rúbricas del rayo. De ahí que la urdimbre de un telar pueda confundirse con el
encordado vibrátil de un arpa y con las ramas caedizas de un sauce.
No permanencia. El poeta piensa, con
el filósofo budista, que los objetos y sus nombres son transitorios y que es
vano creer que poseen un ancla de sentido intemporal, un contrapeso de eternidad.
Fluyente, efímera, tornadiza, la realidad no es un museo de piezas inmóviles,
escultóricas; y el halo de desaparición que la envuelve le convence de que es
posible jugar con ella, libre de las ataduras de la inmutabilidad. “Después
de nudista se es huesista”. Por eso ni siquiera el tiempo es objetivo, y de
acuerdo con Bergson, Ramón puede decir que las calles son más largas de día que
de noche; que los almanaques de bolsillo empequeñecen el año; o que el hisopo
del día final se asemeja al sonajero infantil.
Relatividad. Esta falta de anclaje
de los objetos, esta carencia de fundamento, es la que los obliga a depender
unos de otros como las distintas olas del mar, y a estar ineludiblemente
relacionados en una danza alegre y promiscua.
Desintegración preliminar.
Deconstrucción creativa. Licuefacción previa de la realidad que permite
re-mezclar, las células desgajadas de las cosas. La greguería es el proceso
químico por el cual se forman nuevas moléculas de sentido, nuevas proteínas
lingüísticas, gracias a un distinto enlazarse de los elementos, a una mirada y
un oído atentos a las resonancias. Así, en sus imágenes las golondrinas pueden
entrecomillar el cielo o la serpiente rubricar el paisaje.
El arte de la recreación
También podría describirse este proceso mediante un símil más
tangible, más greguerístico: en esta
primera descomposición, al poeta se le muestra, desordenada y abundante, toda
la ladrillería de la realidad, con su variedad de materiales, figuras y
encajes. Y como un niño rodeado de coloridas piezas de un juego de construcción
– acentos, formas, reverberos – se dedica a recogerlas y recombinarlas. Esta
reordenación diferente, nueva, es la segunda parte del proceso que estamos
describiendo. En la alquitara de la greguería, pues, es donde se reúnen,
después de la disgregación de sus partes, las distintas cualidades de los
objetos, dando lugar a seres literarios antes desconocidos.
Y así es posible ver, por ejemplo, trenzas perfectas en las
espigas; o en las partes de la gaita: laringes y pulmones extravertidos; letras
microbianas en la caligrafía árabe; o las garras de un pájaro en las manos
ancianas.
Pero la reordenación poética, artística, artificial, no se
produce arbitrariamente. Como las limaduras de hierro se adunan sobre la piedra
imán, o como una cuerda vibra cuando se tañe una nota próxima, por simpatía, el
poeta escucha las reverberaciones, los ecos, las imantaciones entre las cosas,
y las aproxima para ver si se atraen, si llegan a acoplarse.
Es por eso que cuando la greguería funciona nos queda en el
oído una extraña melodía, un breve ritornelo, un acorde inusual, como si la
guitarra del poeta hubiera ensayado inexploradas afinaciones.
A menudo resuenan unas en otras, a pesar de grandes cambios de
escala, como la taza rota y el coliseo en ruinas, o la lluvia y los largos
alfileres (en otra greguería la lluvia también imita a los juncos de agua, y así la cadena de resonancias y
mimetismos se multiplica y todo es espejo, vitral tornasolado, movido reflejo).
O a la flor le nacen ojos cuando el rocío posa en ella sus
gotas y los gatos se beben la leche de la luna en los platos de las tejas. Luna
que en otras metáforas puede ser también pandereta o reloj de los poetas.
De este modo, gracias al doble
movimiento de atomización/reordenación, la greguería realiza el milagro
poético: ofrecer nuevas ventanas a la realidad, grietas en el lenguaje, y toda
una insólita flora colorida y destellante creciendo en las fisuras de los
viejos muros de la lengua.
Si es cierto que, como decía Emerson, “el
lenguaje es poesía fósil”, las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, como
los mejores versos de los poetas, descascaran con su creatividad ese fósil y
nos devuelven el lenguaje vivo, renacido, inaugural, como un carbúnculo encendido.
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