2.- A propósito de Beckett
Samuel Beckett es tal vez otro buen ejemplo de las ideas comentadas anteriormente, no sólo por su posición ante el arte, sino también por sus textos, donde ésta se plasma. En lo que sigue hablaré de algunas características de su obra y me remitiré a uno de sus ensayos, “El mundo y el pantalón” de 1945.
Beckett muestra en la literatura aspectos parecidos a los que nos hemos referido hablando de la pintura. Así, si en pintura la crítica a la representación pasaba por el cuestionamiento del par “representación/ objeto representado”, en sus libros, Beckett se esfuerza en neutralizar los significados. Ese trabajo en busca de lo no-dicho, de lo indecible, es el centro motor de su escritura. Para este autor,
“dos son los principales obstáculos que deben superarse: la cultura consciente y la inconsciente, esto es, la que adquirimos con la vana pretensión de comprenderlo todo, y la que aporta a nuestra palabra la lengua que hablamos, aquella con la que aprendemos a mirar y a pensar el mundo, donde una historia y una tradición que no controlamos han venido depositando, como un humus compacto, símbolos y significados que no nos pertenecen y que acaban por imponernos su propia percepción”(9)
Y para ello es necesario un arduo trabajo de desbrozamiento previo; la mirada inocente no es un punto de partida sino de llegada, porque, en definitiva, “incluso para que haya silencio son necesarias palabras que lo digan”.
Es notoria, e incluso fundamental en su obra, la radical puesta en duda de la consistencia del sujeto. Sus personajes son seres deshilachados, regueros de palabras que no logran articular una unidad sólida, vidas por las que no atraviesa el aura del sentido, el firme caparazón de la “subjetividad”. Así pues, es evidente la relación con el primero de los aspectos tratados en capítulo anterior. Se trata de la impredicabilidad. El sujeto como centro-atributo y su problemática quedan eliminados al periclitar el reinado absoluto del lenguaje predicativo.
“¿Cómo puede haber una persona, si quien habla no está seguro de que es él quien habla, si sabe que está formado por palabras, por palabras que hablan de él?” ( 10)
Como se dice en la introducción de Manchas en el silencio, esta consideración de la impredicabilidad del sujeto conlleva también la pérdida de trascendencia de los objetos, que a nadie predican, que no son atributo de nadie, y que se limitan a estar ahí, siendo tan importantes como el propio sujeto por referencia al cual antes existieron como predicados.
En cuanto al segundo aspecto, el de la recuperación del sentido de realidad, la analogía con las artes plásticas podría ser la siguiente: así como el pintor vuelve su mirada (y sus manos) a la materia de la que se hacen sus cuadros, así Beckett devuelve su exterioridad a los materiales con los que trabaja, esto es, a las palabras. Palabras huérfanas. Palabras despojadas de la férrea batuta de los significados, carentes de un cielo ideal (el del sentido) al que miraban. Así, sus textos tratan las palabras como si aun no hubieran sido dichas, como si las hubiera encontrado en algún rincón, lejos de la mirada de nadie. De ahí su recurso a la fragmentación, a la reiteración o a la poesía (también).
Y una vez más, también aquí podemos remitirnos al Afuera y al devenir. También Beckett se muestra atento a estos “conceptos” cuando, a propósito de un pintor de su época, nos dice:
“Está enteramente vuelto hacia el afuera, hacia el caos de las cosas en la luz, hacia el tiempo. Pues no se conoce el tiempo más que en las cosas que agita, que impide ver. Es dándose enteramente al afuera, mostrando el macrocosmos sacudido por los estremecimientos del tiempo, como se realiza, como realiza al hombre, si se prefiere, en lo que tiene de más inconmovible, en su certeza de que allí no hay presente ni reposo. Es la representación de ese río por donde, según el modesto cálculo de Heráclito, nadie desciende dos veces.”(11)
En lo que respecta ya específicamente a su opinión sobre la estética, Beckett arremetía contra quienes exigen de una obra la facilidad de la recepción, buscando en ella cuanto hubiese de perfectamente “batido” y “masticado” para facilitar su “digestión”. Para el autor, los juicios con que se definen, clasifican y catalogan las obras, son mecanismos represivos, modelos impuestos en forma de recetas a aquellos receptores que las acepten. Es decir, que una obra es buena o mala según se ajuste o no a unos patrones culturales cuyo valor no se pone en entredicho. ¿Qué hay que buscar, pues, en una obra de arte? El “placer del texto” (según fórmula de Barthes), algo que no necesita ser entendido para ser gozado, ese goce puro y gratuito del niño en que consiste la experiencia estética. Y, ¿cuál podría ser uno de sus objetivos?:
“Forzar la invisibilidad innata de las cosas exteriores hasta que esta misma invisibilidad se convierta en cosa, no simple conciencia de límite, sino una cosa que se puede ver y hacer ver, y hacerlo, no en la cabeza sino en la tela, he ahí un trabajo de una complejidad diabólica y que requiere un oficio de una flexibilidad y ligereza extremas, un oficio que insinúe más que afirme, que no sea positivo más que con la evidencia fugaz y accesoria del gran positivo, del único positivo, del tiempo que acarrea.”(12)
Por último, y aun a riesgo de alejarnos un poco del tema, se podría reseñar aquí un fragmento de la Teoría estética de Adorno, en la que habla de Beckett. Para Adorno, en Beckett, la negatividad metafísica afecta a la forma y al contenido, pero sus obras no se vuelven por ello incomprensibles. Es evidente que hay una relación entre esta negatividad del contenido metafísico y la oscuridad del estético; pero no hay identidad. Dice Adorno al final de su ensayo:
“la negación metafísica no tolera ninguna forma estética que implique por sí misma una afirmación metafísica, pero puede convertirse en contenido estético y producir formas.” (13)
Si hemos traído estas palabras de Adorno es para alejar este ensayo de una reivindicación de una estética irracionalista, o de un ingenuo “dionisismo” del arte. De lo que se trata es de remover la raíz metafísica de algunos presupuestos estéticos que se anclaban en anteriores cosmovisiones, no de invocar ningún substrato puro y misterioso que daría fe de lo que acontece en el arte.
Samuel Beckett es tal vez otro buen ejemplo de las ideas comentadas anteriormente, no sólo por su posición ante el arte, sino también por sus textos, donde ésta se plasma. En lo que sigue hablaré de algunas características de su obra y me remitiré a uno de sus ensayos, “El mundo y el pantalón” de 1945.
Beckett muestra en la literatura aspectos parecidos a los que nos hemos referido hablando de la pintura. Así, si en pintura la crítica a la representación pasaba por el cuestionamiento del par “representación/ objeto representado”, en sus libros, Beckett se esfuerza en neutralizar los significados. Ese trabajo en busca de lo no-dicho, de lo indecible, es el centro motor de su escritura. Para este autor,
“dos son los principales obstáculos que deben superarse: la cultura consciente y la inconsciente, esto es, la que adquirimos con la vana pretensión de comprenderlo todo, y la que aporta a nuestra palabra la lengua que hablamos, aquella con la que aprendemos a mirar y a pensar el mundo, donde una historia y una tradición que no controlamos han venido depositando, como un humus compacto, símbolos y significados que no nos pertenecen y que acaban por imponernos su propia percepción”(9)
Y para ello es necesario un arduo trabajo de desbrozamiento previo; la mirada inocente no es un punto de partida sino de llegada, porque, en definitiva, “incluso para que haya silencio son necesarias palabras que lo digan”.
Es notoria, e incluso fundamental en su obra, la radical puesta en duda de la consistencia del sujeto. Sus personajes son seres deshilachados, regueros de palabras que no logran articular una unidad sólida, vidas por las que no atraviesa el aura del sentido, el firme caparazón de la “subjetividad”. Así pues, es evidente la relación con el primero de los aspectos tratados en capítulo anterior. Se trata de la impredicabilidad. El sujeto como centro-atributo y su problemática quedan eliminados al periclitar el reinado absoluto del lenguaje predicativo.
“¿Cómo puede haber una persona, si quien habla no está seguro de que es él quien habla, si sabe que está formado por palabras, por palabras que hablan de él?” ( 10)
Como se dice en la introducción de Manchas en el silencio, esta consideración de la impredicabilidad del sujeto conlleva también la pérdida de trascendencia de los objetos, que a nadie predican, que no son atributo de nadie, y que se limitan a estar ahí, siendo tan importantes como el propio sujeto por referencia al cual antes existieron como predicados.
En cuanto al segundo aspecto, el de la recuperación del sentido de realidad, la analogía con las artes plásticas podría ser la siguiente: así como el pintor vuelve su mirada (y sus manos) a la materia de la que se hacen sus cuadros, así Beckett devuelve su exterioridad a los materiales con los que trabaja, esto es, a las palabras. Palabras huérfanas. Palabras despojadas de la férrea batuta de los significados, carentes de un cielo ideal (el del sentido) al que miraban. Así, sus textos tratan las palabras como si aun no hubieran sido dichas, como si las hubiera encontrado en algún rincón, lejos de la mirada de nadie. De ahí su recurso a la fragmentación, a la reiteración o a la poesía (también).
Y una vez más, también aquí podemos remitirnos al Afuera y al devenir. También Beckett se muestra atento a estos “conceptos” cuando, a propósito de un pintor de su época, nos dice:
“Está enteramente vuelto hacia el afuera, hacia el caos de las cosas en la luz, hacia el tiempo. Pues no se conoce el tiempo más que en las cosas que agita, que impide ver. Es dándose enteramente al afuera, mostrando el macrocosmos sacudido por los estremecimientos del tiempo, como se realiza, como realiza al hombre, si se prefiere, en lo que tiene de más inconmovible, en su certeza de que allí no hay presente ni reposo. Es la representación de ese río por donde, según el modesto cálculo de Heráclito, nadie desciende dos veces.”(11)
En lo que respecta ya específicamente a su opinión sobre la estética, Beckett arremetía contra quienes exigen de una obra la facilidad de la recepción, buscando en ella cuanto hubiese de perfectamente “batido” y “masticado” para facilitar su “digestión”. Para el autor, los juicios con que se definen, clasifican y catalogan las obras, son mecanismos represivos, modelos impuestos en forma de recetas a aquellos receptores que las acepten. Es decir, que una obra es buena o mala según se ajuste o no a unos patrones culturales cuyo valor no se pone en entredicho. ¿Qué hay que buscar, pues, en una obra de arte? El “placer del texto” (según fórmula de Barthes), algo que no necesita ser entendido para ser gozado, ese goce puro y gratuito del niño en que consiste la experiencia estética. Y, ¿cuál podría ser uno de sus objetivos?:
“Forzar la invisibilidad innata de las cosas exteriores hasta que esta misma invisibilidad se convierta en cosa, no simple conciencia de límite, sino una cosa que se puede ver y hacer ver, y hacerlo, no en la cabeza sino en la tela, he ahí un trabajo de una complejidad diabólica y que requiere un oficio de una flexibilidad y ligereza extremas, un oficio que insinúe más que afirme, que no sea positivo más que con la evidencia fugaz y accesoria del gran positivo, del único positivo, del tiempo que acarrea.”(12)
Por último, y aun a riesgo de alejarnos un poco del tema, se podría reseñar aquí un fragmento de la Teoría estética de Adorno, en la que habla de Beckett. Para Adorno, en Beckett, la negatividad metafísica afecta a la forma y al contenido, pero sus obras no se vuelven por ello incomprensibles. Es evidente que hay una relación entre esta negatividad del contenido metafísico y la oscuridad del estético; pero no hay identidad. Dice Adorno al final de su ensayo:
“la negación metafísica no tolera ninguna forma estética que implique por sí misma una afirmación metafísica, pero puede convertirse en contenido estético y producir formas.” (13)
Si hemos traído estas palabras de Adorno es para alejar este ensayo de una reivindicación de una estética irracionalista, o de un ingenuo “dionisismo” del arte. De lo que se trata es de remover la raíz metafísica de algunos presupuestos estéticos que se anclaban en anteriores cosmovisiones, no de invocar ningún substrato puro y misterioso que daría fe de lo que acontece en el arte.
Citas:
(9) Beckett, Samuel. Manchas en el silencio, ed. Tusquets, Barcelona, 1990, pag. 10
(10) Op. Cit, pag. 12
(11) Op. Cit, pag. 45
(12) Op. Cit, pag. 48
(13) Adorno, Theodor W. Teoría estética, ed. Taurus,
Madrid 1992, pag. 435
(10) Op. Cit, pag. 12
(11) Op. Cit, pag. 45
(12) Op. Cit, pag. 48
(13) Adorno, Theodor W. Teoría estética, ed. Taurus,
Madrid 1992, pag. 435
2 comentarios:
Gacies ,molt interessant
Carme
Disfruto de leer diversos argumentos sobre distintos temas y por eso me importa leer estas cuestiones. el existencialismo es un tema sobre el que me gusta tratar y por eso estoy disfrutando de leer estas cosas
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